¿Subes?
¡No!
Empezó a llorar sin motivo. Daba golpes con el puño contra la pared de la sala de recepción de mi departamento y escupía palabrotas.
—¡Rata inmunda, cerdo, malparido!
Gotas oscuras chorreaban por su rostro, dejando marcas en sus mejillas como cicatrices, huellas de un maquillaje perfecto. No me miraba a los ojos; me esquivaba, avergonzada, como si yo le hubiera robado su moral o su decencia. A ratos me tomaba de las manos, me acariciaba el rostro; luego me soltaba con furia y seguía con su llanto descontrolado.
No había nada que pudiera hacer. Me quedé quieto, petrificado, sin entender lo que en ese momento pasaba, o, mejor dicho, lo que le pasaba a esa mujer. Tenía ganas de abrazarla, de acurrucarla en mis brazos, pero prefería mirarla, contemplar su belleza, sus labios rojos, aún más rojos por las mordidas que se daba a cada instante en su intento de darme una explicación de su comportamiento.
Era una de esas noches de verano que invitan a despojarse de los trapos. Ella llevaba un vestido de fiesta corto, un collar de coral —al menos eso me parecía—. Tenía zapatos de tacón alto, medias negras transparentes: una dama perfecta, una de esas con quien uno se encuentra solo una vez en la vida.
En un intento de sujetarla por la cintura para calmarla y evitar que se hiciera daño, logré acercarme a su rostro, y, levemente, mi mejilla tocó la suya. Mis fluidos empezaron a revolverse por dentro, el animal no domado a punto de darse a conocer. Ella, perfumada con una delicada esencia cuyo aroma me transportaba a ilusiones muertas en el pasado, me puso melancólico y me dieron ganas de unirme en llanto con ella. ¿Por qué?, me preguntaba. Por segundos me perdía en mis recuerdos de amores ya semiolvidados, hasta que el olor de un cigarrillo me hizo volver a la realidad.
Fumaba el cigarrillo con impaciencia, como queriendo llenarse de humo lo más pronto posible para que la nicotina le hiciera efecto y la calmara. El llanto fue reemplazado por una seguidilla de cigarrillos. Por largos minutos estuvimos ahí, parados, sin decirnos nada, sin siquiera preguntarnos nuestros nombres. Tampoco atiné a preguntarle si vivía en el mismo piso que yo. Hastiado ya de esa situación, me daban ganas de insistir en la pregunta, pero ¡no!, no quería molestarla. No quería que de esos labios carnosos salieran más palabras duras y letales.
Imaginaba que había tenido un altercado con su amante, pareja, o quién sabe qué situación la unía a esa persona que, en ese momento, era la responsable de su histeria. De repente, se lanza sobre mí y me abraza fuertemente; no me suelta y me susurra incoherencias al oído. No podía descifrar lo que decía; solo su aliento caliente y jadeante penetraba en mis oídos. La acaricié lentamente en el rostro, ese rostro que minutos antes me parecía imposible de tocar. Nos quedamos abrazados, pegados por mucho tiempo, sin decirnos nada. No recuerdo cuánto, pero no me importaba. No quería realizar ningún movimiento para no molestarla.
Disfrutaba de ella, de su perfume, de su piel, de su cuerpo fusionado al mío. Creía que ese momento nunca acabaría, pero lentamente se despegó de mí y me miró fijamente a los ojos. Luego me besó como enloquecida, me consumió a sorbos. Mis esencias se despertaron, y el volcán de mi cuerpo estuvo a punto de estallar. Antes de que mi naturaleza encontrara su camino, se desprendió de mí y se alejó corriendo hacia la calle. Me dejó con sus lágrimas agridulces en los labios. No me dio tiempo de saber nada de ella, ni siquiera su nombre. Desde esa vez, antes de entrar a mi departamento, me quedo unos instantes en la puerta, por si a ella, algún día, se le antoja regresar y querer fusionar sus penas con las mías.
Martin Claßen von Holstein