Mi balcón y otras formas de huir

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Imagen generada por IA.

Los fines de semana, para mí, son los días más difíciles. A veces no sé por dónde empezar. Son solo dos días para reconectarme con mi yo más íntimo: jugar con mi patito de plástico en la bañera o caminar desnudo por mi cuarto, ofreciendo a los transeúntes un espectáculo gratuito. Por azares del destino, mi habitación da justo a la calle y, para colmo, no tiene cortinas.

Las innumerables citas y pendientes de la semana se acumulan, y siempre me prometo dejarlos para el fin de semana. Pero nunca cumplo. Apenas llega el bienaventurado viernes y la adrenalina empieza a correr por mis venas. ¡Tanto por hacer y tan poco tiempo! En este mundo globalizado que cada día exige más, hay más vida en las redes que en la realidad. Encender el ordenador es perder mi identidad racional: me aliena, me castra, me emboba y me aleja de todo lo verdadero. Por eso intento sumergirme en ellas lo menos posible, solo lo justo y necesario.

La lucha es constante: llamadas que van y vienen, mensajes en el móvil, el cartero tocando la puerta. Mi vecina, la muy irresponsable, después de una noche de delirio y éxtasis, se habría quedado dormida y olvidado que había encargado unos zapatos de tacón alto por correo rápido. ¿Y yo qué culpa tengo de tanto descalabro? Con hastío y desgano, el cartero me cuenta la historia; todo ocurre en un abrir y cerrar de puertas. Una firma aquí, un paquete allá, y el encargo termina en mis manos. A veces pienso que, si viviera en la selva, no me pasaría nada de esto. No tendría conflictos sociales ni vecinos imprudentes, y me dedicaría a recolectar frutas y miel para saciar el hambre. Pero en fin, no soy Tarzán ni vivo en la selva. Hay que admitirlo.

Generalmente me levanto tarde; me gusta prolongar el placer de estar acurrucado en mi camita de peluche, dar vueltas, mirar el techo, observar el cielo azul desde la ventana… hacer nada, absolutamente nada. Es un regalo para mi cuerpo agitado. Una ducha caliente me devuelve la energía para enfrentar la aventura del fin de semana. No desayuno como un príncipe ni mucho menos en la cama: me conformo con una taza de cereales con leche desnatada, una manzana en trocitos y unas gotas de limón. La receta me la dio mi amiga Caroline von Holstein, devota de las dietas, aunque sigue con sus ochenta kilos. Estoy a punto de recomendarle que le liguen los intestinos para que no sufra más. A mí, al menos, su receta me resulta: es un desayuno saludable, económico y sencillo.

Escapar de mi piso no es tarea fácil. Me atan los papeles desordenados, la ropa que espera la lavadora, el grifo que gotea en la cocina, el baño que necesita limpieza… todas esas tareas tan desagradables como necesarias para sentirme en equilibrio. Hacer las compras es otro asunto capaz de arruinarme el día. A veces me niego a salir y sobrevivo con lo que el capitalismo me ofrece: comida chatarra.

El vecino del frente es otro tormento. Todos los fines de semana me recuerda que debemos mantener limpias las escaleras. No logro hacerle entender que a mí me toca solo dos veces al mes, no todos los sábados. Leemos juntos, párrafo por párrafo, las normas de convivencia del edificio. ¿Merezco estos vaivenes triviales de la vida comunitaria? Me consume tanta energía seguir las reglas de esta mal llamada sociedad… Me cansa, me agota. A veces creo que mi piso tiene vida propia y conspira contra mí, empeñado en arruinar los días más valiosos de la semana.

Cuando noto que todo se tuerce, preparo una taza de té de limón y me refugio en mi oasis: mi balcón. Allí todo es neutral. Me siento en la esquina y observo las vidas que pasan frente a mí. Entonces, por un instante, todo parece tener sentido.

Martin Claßen von Holstein

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