Asunción de los pesebres

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Hasta unas cuatro décadas atrás, Asunción estaba formada por barrios. Los asuncenos pertenecíamos a nuestros barrios, nos reconocíamos en ellos. Fueron los lugares de nuestra primera socialización, donde jugábamos en sus plazas y calles, compartíamos los patios y jardines de nuestros vecinos, nos prestábamos ayuda y nos enterábamos de las vicisitudes recíprocas.  

Los barrios asuncenos no eran meras divisiones administrativas sino unidades urbanas diferenciadas por su evolución, tipo de construcciones, elementos singulares (iglesia, club deportivo, centro educativo u otros) y tradiciones que les otorgaban características distintivas. El Centro, Las Mercedes, Sajonia, Barrio Obrero, Trinidad, evocaban lugares propios y a las familias arraigadas desde la misma conformación barrial, junto con sus actividades y festejos característicos.  

Muchas celebraciones eran comunes a toda la ciudad, como las de la Semana Santa, las fiestas patrias y las navideñas; otras, estaban asociadas al barrio mismo. Entre estas, el Día de la Cruz y el Kurusú jeguá – cruz ornamentada con hojas, flores, variadas formas de chipas y collares de maní -, con los barrios San Vicente, Ita pytã punta, el Mercado 4. El Centro ofrecía los corsos carnavalescos y, en mayo, los desfiles estudiantiles y militares.  

Circuitos obligados

La identidad barrial se construye a partir de la historia, la arquitectura, las tradiciones, las costumbres y las relaciones que se tejen en el vecindario. Es una mezcla única de características distintivas de cada barrio, que le dan su propio carácter o genius loci, como dirían los entendidos.

Los pesebres cumplían una función integradora, interna al barrio y a nivel urbano, porque algunas representaciones alcanzaban tal grado de reconocimiento, calidad e impacto visual, que convocaban a visitantes de Asunción y sus alrededores. En el barrio de la Encarnación, los domicilios de las familias Caló, Reisofer, Mantero y Fasano eran lugares obligados de visita para admirar, comentar y comparar sus elaboradas puestas, que año tras año se superaban en creatividad. 

Independientemente de su tamaño y complejidad, los pesebres eran motivo de encuentro entre vecinos, de intercambios de buenos augurios, degustación del clericó y reparto de dulces para los niños, muchos de los cuales participaron del montaje del pesebre propio, aportando sus juguetes, distribuyendo el engrudo sobre el papel madera, arrojando sobre ellos arena y tierra para simular las rocas, pintando las cáscaras de huevos que colgarían de las ramas del ka´a vovei, frondosa cúpula verde que  delimitaba el espacio de la escena natalicia, junto con la aromática flor de coco y la variedad de frutas de estación.

Caracterizaban el paisaje de la Nochebuena asuncena las caminatas, los traslados en colectivos o en coche para “recorrer los pesebres”, las entradas y salidas de las casas, la permanencia en las veredas para observar los pesebres montados en los porches de los chalés y los transeúntes a la espera de la Misa del gallo.  

Ocho siglos de tradición

La palabra pesebre, proviene del latín preaesepe – formado del prefijo prae (delante) y saepes (cercado) –, y significa establo o cuadra, el sitio donde se almacena el forraje para los animales. Es la composición escenográfica que representa, mediante figuras y adornos, el nacimiento del niño Jesús, un acontecimiento que, por generaciones, ha marcado la vida de los creyentes.  

Su origen se atribuye a San Francisco de Asís, quien, para que las personas vivieran el acontecimiento como algo real, organizó, en la Navidad de 1223, el primer pesebre viviente de la historia. Reunió en un pequeño establo del pueblo de Greccio, Italia, una mula, un buey, ovejas, otros animales y personas que representaron a María, José y los pastores.  

Frescos del siglo II d.C., con representaciones de la natividad, se encuentran en la Capilla Griega, en las catacumbas romanas de Priscila. “Aparece la Virgen María estrechando en su pecho al niño Jesús envuelto en pañales. Frente a ellos aparecen los tres Magos de Oriente, que visten una túnica corta, sin manto, gorro ni corona.”[1]

La tradición se extendió por toda Europa. Durante el Barroco, alcanzó a las casas señoriales y a los hogares más humildes. Son reconocidos mundialmente los pesebres napolitanos del siglo XVIII, que mezclaron lo sagrado y lo profano, incluyendo a personajes populares de la ciudad. Una primera mención al respecto se encuentra en un documento que habla de un «pesebre» instalado en la iglesia de Santa María del Pesebre, en 1025. Carlos III, rey de España, Nápoles y Sicilia, lo introdujo en la península ibérica.[2]

Los misioneros franciscanos y jesuitas lo trajeron al Paraguay, donde se hizo tradición y adquirió connotaciones propias, como la choza con techo de paja, la amplia variedad de animales (aves, mamíferos, batracios), las ofrendas de frutas y chipas, los “juguetes”, que incluyen a los personajes tradicionales y, más recientemente, a los promocionados por la publicidad y los medios de comunicación.[3]

Árbol gana a pesebre

Las transformaciones urbanas afectaron principalmente a la vida barrial. El árbol de Navidad sustituyó al pesebre, que fue desapareciendo del Centro, Las Mercedes, Sajonia, entre otros.

El cambio de uso del suelo y la crisis de la movilidad facilitaron la instalación de grandes equipamientos, la proliferación de estaciones de servicios, el boom de las torres de departamentos, ubicadas en los barrios, y la emigración de la clase media a los municipios metropolitanos.

Desapareció el circuito navideño integrador, rasgo identitario de los asuncenos movidos por el deseo de compartir la admiración ante las extraordinarias representaciones familiares en homenaje a la natividad. Con la excepción del aporte de Pedro Juan Caló, quien mantiene la tradición de los “pesebres monumentales”, en el barrio de la Encarnación, a los asuncenos solo nos restan los recuerdos o los comentarios sobre aquella Asunción de los pesebres.

La ciudad quedó huérfana de actividades tradicionales convocantes por calidad y creatividad, sin disponer de otras sustitutivas o compensatorias.

El “pesebre Caló” envía un recordatorio que, a diario, lo recogen cientos de visitantes: todos con curiosidad, gratitud y admiración. Los mayores agregamos fuertes dosis de cariño y una indisimulada nostalgia.

*Correo electrónico: mabelcausarano@gmail.com

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