Cultura Política y Política Cultural

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Periódicamente, el Latinobarómetro nos da un sacudón, con la publicación de su estudio de opinión pública – en este caso, el de 2021 -, que releva datos sobre “el desarrollo de la democracia, la economía y la sociedad en su conjunto, usando indicadores de opinión pública que miden actitudes, valores y comportamientos”, según lo explica, en su página web, la Corporación homónima.  

Dudo que alguien no perciba la injusta distribución de la riqueza en nuestro país, como lo destaca el informe, ni dude de que los grupos poderosos gobiernan en beneficio propio, de acuerdo con lo expresado por el 93% de los encuestados ni que el 70% de estos perciba que la corrupción es elevada y que ha ido en aumento.

A pesar de ello, nos sorprendieron los resultados del pasado 30 de abril, que confirman lo que adelantó meses antes el citado estudio: el 24% de los encuestados prefiere un gobierno autoritario, cifra coincidente con los votos recibidos por Cruzada Nacional, lo cual,  sumado a que Paraguay es el país de la región con más apoyo a un gobierno militar, aprobado por más del 44% de quienes respondieron, debería no ya asombrarnos sino alarmarnos.

Estas cifras, que cuantifican nuestras actitudes, valores y comportamientos, nos remiten al campo de la Cultura, específicamente, al de la Cultura política, el cual, con la expansión de la democracia, registró el aumento del interés por su estudio: se asume que la profundización y calidad de dicho proceso político precisa estabilidad para orientar en el sentido deseado las complejas interacciones entre la economía, la estructura social y la esfera político-institucional.   

La Cultura política

La obra The Civic Culture, de Almond, G.  y Verba, S. (1963) – considerada una pionera en la materia -, define la cultura política como el conjunto de orientaciones políticas y actitudes o posturas de las personas hacia su sistema político y que pueden ser de tres tipos: cognitivas, afectivas y/o evaluativas.  Eufracio Jaramillo así las comenta: las primeras, aluden al conocimiento o a las creencias; las segundas, a los sentimientos y las terceras, a los juicios y opiniones sobre los objetos políticos.[1]  

El citado autor se remite a Almond y Vera para distinguir tres tipos de cultura política, que no se excluyen mutuamente: la parroquial, la subordinada y la participante (o racional y activa).

La cultura política parroquial “se crea en sociedades donde no hay una especialización de los roles políticos”, pues la organización se basa en tradiciones; la cultura política subordinada “surge cuando las personas están conscientes de la especialización de la autoridad gubernamental pero guardan una relación pasiva hacia ella”, mientras la cultura política participante se expresa cuando  “los miembros de una sociedad se encuentran explícitamente orientados hacia el sistema político como un todo y toman un rol activo con respecto al desenvolvimiento del mismo”.  

A ojo de buen cubero, podría afirmarse que nuestra sociedad pendula entre el parroquialismo la subordinación, con pocos destellos de cultura política participante.

La política cultural

Desde 1960, la respectiva literatura se ha enriquecido con estudios que, partiendo de los orígenes del concepto, amplifican y profundizan los contenidos, las problemáticas y los efectos de la cultura política, convirtiéndola en un tema central de las diversas ramas de la Ciencias sociales, particularmente, en lo atinente a la calidad de la democracia y de la participación social.

Comprobamos a diario que la democratización es un proceso, que requiere nuevos valores, creencias, posturas, actitudes; es decir, un impulso hacia el cambio de la cultura política, que no es estática, lineal ni resultado de un determinismo al estilo de Lewis Morgan ni se recuesta en el darwinismo social.

La democratización tiene como sostén la educación en valores democráticos y una política cultural que involucre a las instituciones públicas y al conjunto de actores sociales y culturales en torno a una visión compartida del futuro deseable, con acciones y prácticas volcadas tanto al campo más específico de las actividades culturales y artísticas, comoal universo simbólico común.  

Para Lluis Bonet,[2]  las políticas culturales se apoyan en cuatro principios: a. el valor estratégico de la cultura como difusora de estándares simbólicos y comunicativos; b. su condición de base en la que se fundamentan las identidades colectivas – las identidades de las naciones y de los estados, pues en los estados actuales, los derechos ciudadanos, los valores lingüísticos y culturales, configuran identidades  nacionales, regionales y locales – ; c. sus efectos sociales y económicos positivos, al desarrollar la creatividad, la autoestima y una imagen favorable de las personas y los territorios; finalmente, d.  por la necesidad de preservar el patrimonio cultural, histórico y natural colectivo.  

¿Cómo andamos por casa?

Igualmente, aun sin las contundentes cifras del Latinobarómetro, habríamos podido deducir que nuestro paso de la dictadura a la democracia no tuvo el soporte de políticas públicas convergentes hacia el cambio de valores, creencias, actitudes, acordes con el nuevo escenario interno y la pujante globalización económica y financiera.  

Las políticas públicas adeudan acciones congruentes con los postulados constitucionales en favor del Estado de derecho, la igualdad de oportunidades, la tutela del patrimonio natural y cultural. Al contrario, por la vía de la impunidad, ha permitido reiterados incumplimientos de los derechos y garantías ciudadanos y ha posicionado a nuestro país como referente del tráfico internacional de la cocaína.

La intolerancia y los ataques a la diversidad de pensamiento, la incapacidad de debatir sin recurrir a la descalificación personal y colectiva, la petrificación de los prejuicios,  que afirma la aplicación del criterio amigo – enemigo de Carl Schmitt, en el ámbito político en  la moral, la estética y la cultura, alejan progresivamente las posibilidades de encuentro, cooperación y  acuerdos, en favor del desencuentro, el enfrentamiento, las rivalidades y la disconformidad con el sistema democrático.  

Sin mucho esfuerzo, se comprende por qué sólo el 21% de los encuestados considera que es preciso votar y que apenas un 13% confía en la Justicia Electoral. También por qué se allana el camino hacia un régimen autoritario.


Correo electrónico: mabelcausarano@gmail.com

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