Por Mabel Causarano (*)
Fui a visitarla la víspera de su cumpleaños, porque la fecha del 15 estaría opacada por su tocaya: la asunción del presidente electo, para lo cual se estaba engalanando el tramo de la Costanera próximo al Palacio de Gobierno, se limpiaba y arreglaba las calles y plazas aledañas al circuito por donde pasarán los invitados al magno acontecimiento. Nada extraño, por cierto. Es lo que hacemos con nuestra casa y vereda cuando recibiremos visitas.
La cumpleañera vive en un geriátrico, denominado MCA, administrado por un joven CEO a quien se lo conoce por su apodo y una junta directiva integrada por un par de docenas de accionistas. Por mucho que busqué, no pude encontrar el significado de la sigla con la que esta empresa aparece en los avisos comerciales.
Por lo visto, se trata de un emprendimiento muy rentable, por la profusa publicidad, el elevado número de empleados administrativos y de renombrados especialistas en procesos de deterioro físico y síquico, generados por diversas causas.
Cuando llamé para solicitar la cita, me atendió una amable operadora del centro de atención al cliente quien, además de fijarme la fecha y hora, me dio información adicional sobre los servicios que prestan: tres comidas diarias, asistencia para el cuidado personal, apoyo para el suministro de los medicamentos, actividades sociales y recreativas, servicios de limpieza y lavandería, supervisión las 24 horas, marketing y captación de recursos.
Me llamó la atención esto último, pero la operadora aclaró la duda. La empresa sostiene una fundación que atiende, a título gratuito, a familiares, amigos y simpatizantes de una agrupación, denominada “Vamos a estar mejor”.
Esta iniciativa de bien público consigue trabajo a personas que demuestren un vínculo de consanguineidad o algún parentesco con el CEO y la junta directiva o que hayan participado en actividades de promoción de sus candidaturas en las asambleas ordinarias y concluido el ciclo escolar básico, aunque este requisito no es descalificatorio siempre que una autoridad lo promueva como beneficiado/a. En la actualidad, ascienden a unos 9 mil, pero el número es sensiblemente mayor si se considera a la totalidad atendida desde hace décadas.
El encuentro
La visita fue a las 9 de la mañana del lunes. Me advirtieron que, para no cansarla, habría podido permanecer al máximo 45 minutos, pues la señora no acostumbra a recibir visitas. Aumentó mi extrañeza, pero no quise indagar sobre las causas, aunque sé que tiene muchos hijos y todos o casi sostienen su internación, con una mensualidad muy elevada, por cierto.
Un joven practicante o enfermero – no lo averigüé – la acompañó a la sala de visitas, que estaba vacía cuando llegué. Al verla, quedé atónita: no la hubiera reconocido si nos cruzáramos en otro lugar. ¡Estaba tan deteriorada! Apenas se movía, respiraba con dificultad… Puse mi mayor esfuerzo en disimularlo. No sé si lo logré.
Llevaba un vestido suelto, desgastado por el uso; la tela estampada tenía motivos geométricos, que remitían al damero de sus calles, aunque en partes se desvanecían, como si se desorganizaran o asumieran otra disposición. Unas líneas trasversales representaban los arroyos que décadas atrás la regaban con aguas cristalinas, pobladas de peces. El fondo verde estaba matizado por manchas blancas, marrones y negras: ¿espacios destinados a plazas ocupados por seccionales coloradas, fraccionamientos del Jardín Botánico, ocupaciones del Banco San Miguel, estaciones de servicio? Evité referirme a su atuendo y me dispuse a escucharla.
Inmediatamente después del saludo, se animó y recordó cumpleaños anteriores, festejos patrios, la llegada de los inmigrantes y el nacimiento de los barrios, dando pruebas de una impecable memoria, saltando de época en época, con un hilo lógico.
Sonreía con algunas anécdotas y otras le produjeron una contagiosa risa. Era un deleite oír un relato con detalles minuciosos, como los corsos carnavalescos y los temas de las carrozas, el partido de basquetbol que se jugó en el estadio Comuneros, durante el cual se derrumbó parte de la gradería, los saqueos de los comercios durante las revueltas de 1947, la amputación de Lambaré impuesta por Stroessner, la transmisión radial del desafío para alcanzar el récord mundial de permanencia en bicicleta, cuando, sin tocar el suelo, el señor Prieto cumplía sus necesidades biológicas y el cronista anunciaba: “Estamos viviendo momentos gloriosos”, la búsqueda de plata yvyguy en el Parque Caballero, autorizada por el intendente Riera y acompañada por el Presidente de la Corte Suprema, Víctor Núñez.
Le pregunté cómo se sobrepuso a las intervenciones del Dr. Francia y me dijo que prefería no detenerse en ese período. Con cierta coquetería, recordó los tiempos en que era admirada y retratada por pintores, músicos y poetas, orgullosa de haber sido madre de ciudades y dueña de los corazones de los paraguayos. Con mucha precisión, recitó estrofas de poesías de Manuel Ortiz Guerrero, Eloy Fariña Núñez, Néstor Romero Valdovinos, Carlos Federico Abente, Delfina Acosta. Describió los paisajes de Ignacio Núñez Soler, Jaime Bestard, Luis Toranzos, Pablo Alborno, Edith Jiménez, Livio Abramo, Michael Burt y una decena de nombres más, casi como si leyera un listado.
La despedida
El tiempo voló. Quedaban pocos minutos antes de retirarse y tuve que interrumpirla cuando iniciaba a hablar de los cronistas e historiadores. “Mis biógrafos”, los llamó.
Le pregunté qué sabía de la actualidad, si veía su imagen en la televisión, si leía los comentarios en las redes sociales y si tenía uno o más deseos que yo pudiera transmitir. Respondió que veía algunos noticieros para estar actualizada, porque en el geriátrico no le pasan datos sobre su salud. La realidad es un espejo cruel, descarnado, susurró visiblemente conmovida. “No imagino cómo podría mejorar”.
Al despedirnos, le comenté que un grupo de ciudadanos, a título personal, le ofrecerá, cada uno, un regalo: plantar un árbol, arreglar su vereda, revivir la tradición del pesebre, recuperar memorias, una biblioteca barrial, componer una canción, obsequiarle un logo para su quinto centenario.
Pareció gratamente sorprendida. Apelando a su repertorio de frases en latín me miró fijamente y murmuró: Spes ultima dea est.
Y sí, querida Asunción, la esperanza es lo último que se pierde.
*Correo electrónico: mabelcausarano@gmail.com